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viernes, 28 de noviembre de 2008

"Sólo podíamos ir al baño una vez al día"

Mohammed, Khalip y Chahid querían una vida mejor. Por eso, cuando un empresario les ofreció el pasado mayo viajar a España, a la localidad onubense de Cartaya, desde Marruecos, dijeron que sí sin dudarlo. Cobrarían 1.500 euros al mes, el triple de lo que recibían en Tánger. El trabajo era el mismo: taller de corte y confección. Lo que encontraron fueron palizas constantes por parte del patrón (también marroquí), 15 horas sin parar de trabajar y abusos verbales y psicológicos. El salario prometido se quedó en 200 euros por dos meses. Y a dividir entre cinco. Los mismos que presentaron una denuncia a la Guardia Civil. Ahora, el “jefe peligroso”, como ellos lo llaman, está imputado por delitos contra la libertad de los trabajadores, de amenazas, lesiones y estafa.

“Sólo podíamos ir al baño una vez en todo el día”, aseguraba uno de los tres trabajadores marroquíes que deambulaban ayer por el pueblo. “Si levantaba la cabeza de la máquina, me daba un golpe fuerte”. “Entrábamos a la habitación [el supuesto taller] a las ocho de la mañana y salíamos a medianoche”. Con la mirada perdida y un español escasísimo, sólo acertaban a decir: “Trabajar y trabajar, pero dinero nada”. Prefieren esconderse en un portal por si “el jefe” pasa por la calle. No vive muy lejos. “Lo que se ha producido aquí es un hecho manifiesto de esclavitud”, resume Fernando Osuna, el abogado que les lleva el caso.

“En Tánger teníamos un contrato con la empresa textil Solinge. Hacíamos ropa para exportar a Europa. Teníamos un buen trabajo”, explicaba ayer Khalip, de 30 años. “Pero pensamos que aquí era mejor porque cobrábamos el triple”, continúa Mohammed. Con las manos en los bolsillos y la cabeza baja, confiesan que tienen hambre. “Hay que esperar el juicio y mientras tanto no podemos trabajar en nada. ¿Cómo pago un café del bar?”, se pregunta. Khalip enseña su permiso de residencia. Se lee: Confección Industrial. “¿Ves? Sólo puedo trabajar en eso”. Mohammed llevaba 17 años en la empresa de Tánger. “Tengo 35 años, una mujer y tres hijos pequeños. Ellos me preguntan: ‘Papá, ¿cuándo regresas?’. ¿Y qué digo yo, eh? Trabajar, sí, pero dinero no. No soy hombre listo”. Khalip asiente a su lado. “No teníamos que haber venido”, consigue decir entre francés y árabe.

Publicado en el diario El País
Autor: Lidia Jiménez

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