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miércoles, 30 de marzo de 2011

Coromandel, la península del oro y la naturaleza en estado puro

Confieso que me adentré con reticencias en la península de Coromandel, a donde llegamos después de un nuevo atracón de kilómetros por carreteras secundarias. Nuestra primera parada no fue nada halagüeña, al menos para mí, poco aficionado a las aves. Fue en un observatorio en la bonita localidad de Miranda, cuyo centro histórico nunca llegamos a encontrar. A pesar de la lluvia y el barro, aperitivo de lo que vendrá después, valió la pena, sobre todo por ver la cara de mi bióloga preferida y firme defensora de cualquier tipo de especie animal o vegetal.

Desde ahí, la ruta nos llevó hasta Thames (Támesis en castellano), donde el tiempo pareció detenerse en 1769, fecha en la que arribó a la ciudad el capitán Cook, quien llamó así al pueblito en cuestión porque se parecía “un poco” su Londres natal. Más que un poco, yo diría que se parecen bastante, sobre todo porque, al igual que en la Inglaterra más profunda, la gente de esta zona debe acostarse temprano, ya que a las tres de la tarde no había ni un alma por la calle (y eso que era sábado). Pero bueno, el almuerzo junto al Fiordo y el paseo entre las casas que pertenecieron a los buscadores de oro que coparon la región en el siglo XIX, dejan a uno más que contento de haber echado media tarde en el Támesis neozelandés. Es lo que tiene este país, donde las horas parecen pasar más lentas de lo normal (aunque vaya 12 horas por delante) y uno no deja de descubrir rincones de cuento de hadas.

Sólo así se pueden definir sitios como Waiomu, Ruamahunga, Tapu o Waikawau, por donde serpentea la estrecha SH25, que va desde Thames hasta Coromandel, la ciudad que da nombre a la Península. Allí, un capuccino con canela y dos horas más de volante hasta Whitianga, donde nos esperaba la simpática Cathy, la dueña del Aotearoa Lodge Motel.

Aunque tiempo habrá para hablar de las miles de opciones alojativas que ofrece el país, sí querría dejar claro que en ningún sitio antes me habían ofrecido una jarrita de leche o un té al hacer el ‘check-in’. Y yo soy muy de estos detalles, porque uno entra ya más a gusto en la habitación. Luego, puede haber más o menos mosquitos, puede ser más o menos grande o regalar o no champús y gel de baño, pero tú ya tienes tu jarrita de leche en el estómago o la nevera.

El pueblo, como no podía ser de otra manera, estaba más muerto que vivo, y como no llevábamos el diccionario a mano nos quedamos sin probar los mejillones a la madrileña (sí, no es una broma, se llaman así), ya que al camarero rastafari que nos sirvió sólo lo logramos entender cuando pronunció la palabra risotto. Estaba muy bueno, por cierto. Después de dar varias vueltas en torno a la misma calle, que creo nos habían cambiado de sitio, aterrizamos en nuestro motel, que a la vez sirve de escuela entre semana. Menos mal que lo mejor estaba por llegar, y no lo digo por el buen tiempo, que hasta ahora no nos había acompañado, quizá porque veníamos pensando que el verano aquí es como en Tenerife, que dura casi hasta noviembre. Pese a todo, yo recomiendo viajar a Nueva Zelanda en cualquier época del año, y al menos una vez en la vida, aunque sólo sea por tener la experiencia de hacer 26 horas de avión (es broma).

Que las nubes no te estropeen unas vacaciones (una excedencia, en mi caso). Bajo esta premisa nos lanzamos a la aventura que supuso llegar hasta una de las más destacadas muestras del poder de la naturaleza, como es Cathedral Cove. El barro, después de unas lluvias torrenciales de hace dos semanas, y unos desprendimientos, destrozaron el único acceso a una de las mejores playas del mundo, según todas las revistas de viajes. De hecho, a partir de ahora en las guías deberían incluir el barranquismo en la excursión a la playa, porque es lo que un servidor y su esposa tuvieron que hacer para llegar hasta esta ‘catedral del mar’. Pero, después de las penurias, el lodo y el vértigo de mi pobre Oli, Dios apareció ante nosotros en forma de arco gigante de piedra caliza.

Es de esos sitios que uno no puede dejar de fotografiar, como si así pudiera llevarse en la mochila un poquito de él, quizá porque es probable que nunca más vuelva a estar ante un escenario parecido. Un lugar mágico donde perderse para siempre y no encontrarse jamás.

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