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lunes, 13 de junio de 2011

Ruidos

A medida que uno se va adentrando en el corazón de Asia, se da cuenta de que el tiempo tiene un valor muy diferente al que se le da en otras partes del mundo. No en vano, la mayor parte de la población no entiende de horarios, y las jornadas se desarrollan entre la salida y la puesta de sol.

Este particular concepto del reloj hace que la calle no sea un mero lugar de tránsito, sino que se convierte en centro neurálgico y hogar de cientos de miles de personas. Éstas, sin más preocupación que escapar del hambre y la miseria, dedican su vida a la ardua tarea de sobrevivir, sin más leyes ni normas que las que impone el clima o el propio cuerpo.

Todo este bullicio constante puede llegar a convertirse, para un viajero accidental como yo, en una auténtica pesadilla si no toman las precauciones adecuadas. Pero aún tomándolas (en mi caso un antifaz), en urbes como Phnom Penh el silencio es un ideal utópico imposible de alcanzar, porque siempre hay alguien en algún sitio dispuesto a hacer ruido.

Entre los soniquetes que quedarán para siempre en mi memoria, mi preferido es el del patito de goma o bocina gaseosa con la que se anuncia el encargado local del reciclaje. Éste, con un carrito desvencijado como único compañero de viaje, transita por toda la ciudad a la caza de botes de plástico y latas de aluminio con los que ganarse algunos –muy pocos- dólares.

Junto a él, los vendedores de pan, frutas y comidas de dudosa procedencia son los más singulares y, por qué no decirlo, los más molestos. Con grabaciones ‘eléctricas’ que martillean los tímpanos, se lanzan en tropel a la calle a eso de las 5 de la mañana, y nunca cierran el chiringuito antes de las 10 de la noche, cuando los últimos obreros de la construcción ponen el punto y final a sus delirantes jornadas laborales. Éstas tampoco entienden de horarios en los mercados de la city, cuyos inquilinos ven la vida pasar sin más horizonte que el día siguiente.

Pero si hablamos de estridencias, sin duda en mi caso los reyes del estrépito son mis adorables vecinos. Casados desde hace medio siglo y jubilados desde hace otro medio (sí, lo sé, soy un exagerado), el tiempo para ellos lo marca su cadena preferida de televisión. Así, desde que empiezan y hasta que terminan sus programas favoritos apenas se les ve el pelo por el corredor que compartimos en nuestra vivienda refugio de Phnom Penh.

Sin embargo, cuando los créditos anuncian el desenlace de la película o el informativo toca a su fin, estos singulares discípulos de Buda comienzan un frenético trajín que acompañan de vociferantes diálogos de imposible traducción. Éstos pueden tener lugar en cualquier momento del día, aunque son más habituales entre las 6 y las 7 de la mañana, a la hora de la siesta y los fines de semana, cuando llegan de visita los parientes del pueblo.

Y es que estoy convencido de que en Asia se inventó aquello de que “a quien madruga, Dios le ayuda”, porque aquí no hay quien duerma a partir de ciertas horas. Por eso, apelando también al tópico, no queda más remedio que unirse al enemigo y acostarse temprano, porque con los primeros rayos de sol algo o alguien te hará saltar de la cama y tendrás que despedirte de Morfeo hasta que el ruido se calme y te empuje de nuevo hacia las sábanas.





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