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lunes, 4 de julio de 2011

Vidas minadas

Cuando tenía 14 años, Lay Sokhum pisó una mina terrestre mientras trabajaba en el sembrado de su padre cerca de Pailin, un modesto pueblo de la Camboya occidental. “Después de la explosión vi humo”, explica. “Estaba en el suelo y no sabía lo que había ocurrido. Sólo cuando intenté moverme me di cuenta de que sangraba mucho”, asegura. Su dramática historia, contada en un diario local, se repite con demasiada frecuencia desde hace dos décadas en un país desgarrado donde todavía hay entre cuatro y seis millones de estos artefactos sin desactivar.

A Lay, la cirugía le salvó milagrosamente la vida, pero no evitó la amputación de sus dos piernas. Tras la operación, el joven quedó tan conmocionado y deprimido que abandonó la escuela e intentó suicidarse; tras meses de rehabilitación y después de que le colocaran una prótesis, ahora puede caminar de un sitio a otro sin ayuda, e incluso ha vuelto al colegio en una bicicleta que le regalaron miembros de UNICEF.

Precisamente, Naciones Unidas fue de los pocos organismos de ayuda humanitaria que lograron entrar en Camboya en la década de los 80, cuando el país aún estaba cerrado a Occidente. La política del gobierno estaba bajo el control de los vietnamitas, lo que a su vez provocó el embargo norteamericano. Por si fuera poco, Vietnam invadió en 1984 todos los campos rebeldes que había en el estado y obligó a los jemeres rojos y a sus aliados a refugiarse en Tailandia; éstos se convirtieron en una guerrilla que realizaba incursiones con el objetivo de ‘minar’ la moral de sus adversarios.

Los jemeres, acosados, optaron por bombardear las comandancias controladas por el Gobierno, colocando millones de minas terrestres en zonas rurales, que obligaron a miles de hombres, mujeres y niños a refugiarse en el interior de Laos. Los vietnamitas, por su parte, intentaron proteger sus bastiones detonando puentes, cercando los pasos fronterizos y creando el mayor campo de minas del mundo, conocido como K-5, que todavía hoy provoca al mes una media de 20 mutilaciones.

Buena parte de ellas se producen en la zona comprendida entre Battambang, Anlong Veng y Pailin, considerada como la más minada del planeta, donde hay más de 25.000 personas afectadas por esta lacra infernal. Contra ella luchan desde hace 15 años organizaciones como el Cambodian Mine Action Centre y el Mines Advisory Group, quienes han eliminado en la última década más de 800.000 minas terrestres y 1,77 millones de municiones sin estallar.

La labor de las ONG y los organismos internacionales, en cualquier caso, sigue siendo insuficiente, porque se limita a la detección y desactivación de artefactos, pero rara vez atiende a los damnificados. Éstos, muchos de ellos niños, quedan abandonados a su suerte una vez salen del hospital, ya que sus familias no pueden permitirse el lujo de velar por un discapacitado sin horizonte ni futuro.

Para evitar eso llegó a Camboya en 1985 el jesuita español Enrique Figaredo, quien suma ya casi tres décadas trabajando por uno de los colectivos más olvidados y marginados, los refugiados víctimas de las minas. En torno a ellos impulsó varios proyectos de atención a personas discapacitadas que son hoy un referente a nivel mundial.

Tres años más tarde, en 1988, se instaló en Phnom Penh, con el objetivo de llegar con sus iniciativas a todos los camboyanos, lo que le llevó en 1990 a la fundación de Banteay Prieb, la primera escuela del país de formación de discapacitados y taller de fabricación de sillas de ruedas. Ya en el año 2000, monseñor Figaredo –al que todo el mundo conoce como el padre Kike- fue nombrado obispo de la Prefectura Apostólica de Battambang, desde donde sigue combatiendo con fervor contra la desesperanza y la rabia de cientos de vidas minadas.

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