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sábado, 6 de julio de 2013

Aeropuertos

Aunque el Gobierno y las compañías aéreas están intentando disuadir a todos aquellos que con ilusión pretenden embarcarse en unas merecidas vacaciones, el verano no se concibe igual sin el trasiego que cada día viven esas urbes llamadas aeropuertos. Como amante de las travesías, y después de haber visitado más de una treintena de ellos, creo que estoy capacitado para escribir unas cuantas líneas sobre esas ciudades de tránsito donde diariamente se cruzan los destinos de millones de personas. Los hay para todos los gustos. Grandes, pequeños, clásicos, de diseño, caros y baratos. Sin embargo, y aunque todos tienen una idiosincrasia particular, poseen un denominador común: su vida. Como un corazón, nunca dejan de latir, asistiendo de este modo a cientos de sujetos que necesitan de ellos.

Paradójicamente, el hecho de ser meros espectadores de historias cotidianas, hace que no reparemos en lo que puede llegar a significar un aeropuerto para alguien. Y si no que se lo pregunten a las docenas de homeless que habitan en el londinense aeródromo de Heathrow. Vagan sin sentido ni dirección, dejando pasar las horas con el mismo ritmo tácito con que aterrizan y despegan los aviones. Sin saberlo, son testigos de éxitos y fracasos, alegrías y penas, esperanzas y frustraciones que definen sus propias vidas. Nada que ver con la opulencia de las galerías comerciales del aeropuerto de Sidney. Los trajes de Armani y los sujetadores de Victoria’s Secret rivalizan con los koalas de peluche, fiel retrato de una sociedad aussie en la que compiten el majestuoso edificio de la Opera y los aborígenes del desierto. Como ellos, anclados en el pasado, aparecen los aeródromos argentinos de Ushuaia o Puerto Madryn, a los que la naturaleza ha cedido el terreno necesario para que los viajeros saboreen la calidez que desprende la Patagonia argentina. Un retrato bien distinto del que reflejan los aeropuertos de Tailandia, Malasia, Vietnam o Hong Kong. Templos a escala, pasillos inmensos, negocios eclécticos y, por qué no decirlo, algunas de las mujeres más bellas del planeta.

Pero ya que hablamos de distancia, qué mejor que acabar este periplo por aeródromos como los de Auckland o Christchurch, en Nueva Zelanda. Desde España, a ellos se llega tras un agotador viaje de 26 horas y 4 escalas. Si el jet-lag te lo permite, lo primero en lo que reparas cuando aterrizas en tierras kiwis es lo complicado que supone describir con palabras haber llegado tan lejos. Quizá eso explique por qué entre los continentes Oceanía siempre va en último lugar. Supongo que porque se trata de un destino mágico que aún hoy no ha sido explorado del todo. Para descubrirlo, es necesario adaptarse a la calma que impone una naturaleza fastuosa, un mundo de ensueño que incluso a nivel horario marcha un paso por delante -entre 12 y 13 horas de diferencia-. Su ritmo pausado nada tiene que ver con el que marcan aeropuertos como los de Tenerife, Sevilla, Málaga, Barcelona o Madrid. En ellos, por muy lejos que haya llegado, me siento más a gusto, como en casa. También son pequeñas urbes, y guardan miles de historias, entre ellas la mía.                                                            
                                          

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